Rendición de París
Cuando era chiquilín
descalzo, que pateaba pelotas de trapo en calles sin nombre, se frotaba las
rodillas y los tobillos con grasa de lagartija. Eso decía, y de ahí le venía la
magia de sus piernas.
José
Leandro Andrade era de poco hablar. No festejaba sus goles ni sus
amores. Con el mismo andar altivo, y aire ausente, llevaba la pelota atada al
pie, bailando rivales, y a la mujer atada al cuerpo, bailando tango.
En las olimpiadas de 1924,
deslumbro a París. El publico deliro, la prensa lo llamo “La Maravilla Negra”.
De la fama brotaban las damas. Le llovían cartas, que él no podía leer,
escritas en papel perfumado por señoras que mostraban las rodillas y echaban
humo en aros desde sus largas boquillas doradas.
Cuando regreso al Uruguay, trajo
quimono de seda, guantes de color patito y un reloj que le adornaba la muñeca.
Poco duro todo.
En aquellos tiempos, el
futbol se jugaba a cambio del vino y la comida y la alegría.
Vendió sus medallas.
Había sido la primera
estrella negra del futbol internacional.
Del libro: Espejos
De Eduardo Galeano
Pág. 261
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